«Tengo la convicción de que no existes
y sin embargo te oigo cada noche
te invento a veces con mi vanidad
o mi desolación o mi modorra
del infinito mar viene su asombro
lo escucho como un salmo y pese a todo
tan convencido estoy de que no existes
que te aguardo en mi sueño para luego»
Mario Benedetti
A Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti una vez le escribió un poema al hijo que nunca tuvo en el que prometía colgarle un único, solitario nombre; en lo posible, un monosílabo, «de manera que uno pudiera convocarlo con sólo respirar». Con una lógica que nadie discute y después de un par de batallas contra la burocracia, Mario Benedetti logró aferrarse a los extremos de su nombre oficial y suprimir todo el resto en documentos y afines. «Eran esas costumbres italianas de meter muchísimos nombres –justifica el escritor uruguayo nacido en Paso de los Toros, departamento de Tacuarembó. Yo tenía un tío que tenía los nombres de todos los reyes que reinaban el día que nació. Un disparate.»
Su alma hecha palabra recorre los versos de Inventario y Viento del exilio, acompaña los acordes cotidianos de canciones como Por qué cantamos y El sur también existe; es el novelista de La tregua y La borra del café, el cuentista de Montevideanos y La muerte y otras sorpresas, el dramaturgo de Pedro y el Capitán, el ensayista de Perplejidades de fin de siglo, el intelectual comprometido con causas que la razón no desconoce.
Benedetti transitó todos los géneros posibles, supo anclar sus textos en la mayoría de los puertos que inquietan a la condición humana: el amor, la muerte, el tiempo, la miseria, la injusticia, la soledad, la esperanza. Y lo hizo de una manera tan simple y directa que miles de lectores lo convirtieron en su cómplice y todo.
Ha publicado tantos títulos como años acarrea sobre su módica estatura, y en medio de esa vastedad de prosa y verso su piel fue acumulando éxitos y afectos, miserias y exilios, errores y utopías. Lo que sigue es apenas una porción de su abultada historia. Yatasto Noticias recuerda un reportaje del poeta.
Durante su adolescencia, cuando decidió que iba a ser escritor, ¿imaginaba este presente?
No, lo que pasa es que yo vengo de una familia con muchos problemas económicos. Mi padre era químico farmacéutico, pero tuvo muchos contratiempos con la quiebra de una farmacia en la que lo estafaron. Yo tenía cuatro años. Tuvimos que mudarnos de Tacuarembó a Montevideo, y a partir de ahí mi infancia e incluso parte de mi adolescencia fueron muy duras, con muchas privaciones. Vivíamos en un ranchito con techo de chapas de zinc; mi madre tuvo que vender la vajilla, los cubiertos y todas esas cosas que le regalaron para el casamiento. Finalmente mi padre consiguió un empleo público y ahí las cosas empezaron a andar mejor. Yo ya había tenido que dejar el colegio secundario para empezar a trabajar vendiendo repuestos para automóviles. Entonces, con esos problemas económicos que hubo en mi familia, ¿qué me iba a imaginar que iba a ser un autor de éxito y que iba a poder vivir de la literatura? Además, primero me gané la vida de muy distintas formas.
¿Pensaba que iba a ser toda la vida un oficinista?
Tenía la esperanza de un destino que tuviera que ver más con la escritura. Lo que pasa es que en Uruguay era muy difícil que alguien viviera de lo que escribía; ni siquiera Juan Carlos Onetti, que era el mejor, el que estaba en la cumbre, vivía de lo que escribía. Se podía vivir del periodismo, como hice yo, pero eso es otra cosa, no literatura. Recuerdo que de mis dos primeros libros no vendí ni un ejemplar, nada, y las ediciones me las había pagado yo. Mi primer libro de éxito –un éxito relativo, en realidad, porque la edición era muy limitada– fue Poemas de oficina. Ese fue el primer título mío que se vendió más o menos bien.
Acaba de cumplir 80 años. ¿Qué cosas ganó con la edad?
Paciencia, tal vez más serenidad, y madurez por supuesto. Puede ser también que los años le regalen a uno más lucidez, porque las cosas empiezan a verse no sólo con los ojos del presente sino también con los del pasado, y entonces uno puede tener una visión más aproximada del futuro. Pero también, cuando uno se hace más viejo, el cuerpo se va deteriorando y la energía cambia, aunque el cuerpo es la meseta donde se apoyan las cosas del espíritu, ¿no?
El espejo no miente –continúa–; ahí uno va viendo las nuevas arrugas, las bolsas de los ojos… y sin embargo, a veces, a pesar de los años que se tengan, el espíritu de un cuento o de un poema puede seguir siendo joven. Un poema que tiene alegría, que tiene una cosa vital, lo rejuvenece a uno. Lo mismo sucede muchas veces al escribir una historia de amor, aunque sea inventada: uno vuelve a sentir otra vez una cantidad de sentimientos que creía olvidados
Es una forma de mantenerse joven.
Claro, y ésa no es una búsqueda deliberada, es algo que viene solo. Los poemas son casi sanitarios en ese sentido.
Hay un libro suyo que lleva por título La vida ese paréntesis…
Porque creo que la vida es un paréntesis entre dos nadas. Yo soy ateo, no creo en Dios ni nada por el estilo. Hay gente que tiene sus creencias religiosas y tiende a sentir que después de la muerte está el Paraíso, o el Infierno, porque muchos han hecho mérito para ir al Infierno. Yo creo en un dios personal, que es la conciencia: a ella es a la que le debemos rendir cuentas cada día.
Y dentro de su paréntesis personal, ¿hay cosas de las que se arrepienta, algo que hubiera querido hacer de manera diferente?
Y sí, claro que sí, me he equivocado en muchas cosas. A veces me arrepiento de haber publicado un poema, no por cuestiones políticas, sino porque hoy lo veo y no creo que esté bien. Me he equivocado en haber publicado libros que todavía no estaban suficientemente maduros. Y en la vida misma también hay arrepentimientos. Hubiera deseado ser un joven más feliz, menos prejuicioso, menos ensimismado… También me arrepiento bastante de lo que fue mi actividad política, que en un momento fue muy intensa. Yo fui dirigente del Frente Amplio, pero a medida que iba pasando el tiempo advertí que no tenía la menor vocación para dirigente político, sí para militancia independiente, fuera del aparato partidario Finalmente llegué a la conclusión de que podía tener una incidencia política mucho mayor a través de la literatura. Puede ser que me haya equivocado en muchas cosas, pero en lo que no me he equivocado es en mantener cierta coherencia política. A pesar de algunos errores circunstanciales, creo que volvería por el mismo camino aunque tal vez no con los mismos pasos, para no meter la pata.
En Rincón de haikus, un libro de poemas que publicó el año pasado con 224 textos envasados en una rígida métrica japonesa, este uruguayo universal escribió: «Cuando me entierren / por favor no se olviden / de mi bolígrafo». Hasta ese punto llega su afán reproductivo. Además de este volumen, en 1999 terminó otro libro de poemas, Buzón de tiempo, después de haber parido unos meses antes las 272 páginas –en la edición más modesta– de su novela Andamios. No puede decirse que no hay lector que aguante, porque el hombre vende, y sobre todo, se lee, que no siempre son sinónimos. Sin ambición de avergonzar a quienes sufren el síndrome de la página en blanco, Benedetti confiesa que para no indigestar a la gente guarda en un cajón los cien poemas de su próximo libro, El mundo que respiro –dos de ellos se anticipan en exclusiva en esta edición de VIVA–, que amanecerán con el próximo verano. Como los poemas lo agarran desprevenido y sin que los convoque, siempre tiene a tiro una libreta para que su mano dibuje el esqueleto de sus versos, hasta que los borradores no aguantan el peso de tantas tachaduras y remiendos y entonces sí vuelca esa primera versión a la computadora. Allí van a parar, sin escalas de papel, sus cuentos y novelas. Justamente, si no fuera por un percance informático que lo tiene a mal traer, el escribidor infatigable ya estaría a mitad de camino con un nuevo volumen de cuentos.
La verdad es que lleva un ritmo envidiable.
Y mientras pueda y tenga temas… Ahora, con lo que me cuestan los cuentos, justo me acaba de pasar una cosa terrible. Desde hace quince años más o menos, para poder escribir tranquilo, me refugio en un hotelito de Puerto Pollenza, en Mallorca. Ahí la habitación tiene una terraza muy linda, con vista al mar, donde me siento con la computadora; la cuestión es que estaba ahí, trabajando en unos cuentos cortos cuando de repente se me borró todo. ¡Todo! Los siete cuentos que ya tenía terminados, trabajados, corregidos… ¡La bronca que me agarró! De pura suerte tengo en un cuaderno apuntes con la base de cada uno, una versión cruda, porque la prosa siempre la escribo directamente en la computadora. Así que espero volver a construirlos. ¡Qué se le va a hacer!
¿Y no los tenía impresos?
No, porque no había llevado la impresora –aunque es una chiquita– para tener un peso menos en la valija. ¿Se da cuenta qué mala suerte?
¿Sabe que reconstruir la lista de todos los libros que tiene publicados es una empresa bastante compleja? ¿Usted lleva una contabilidad más o menos exacta?
Ochenta, si se tienen en cuenta las antologías. Tengo tantos libros como años. Al que le ha ido mejor es a La tregua, de lejos, que ya tiene 148 ediciones. Después vienen Inventario Uno, Gracias por el fuego y La borra del café, que es el último libro mío que ha caído muy bien, ya debe andar por las cuarenta ediciones en los distintos idiomas y países. Pero no me puedo quejar: en España, Rincón de haikus está desde hace varios meses en la lista de best-sellers.
Hay un dato llamativo en ese ranking. Con el éxito que tienen sus poemas, tres de los cuatro títulos que acaba de mencionar son novelas.
Es que La tregua fue llevada al cine, fue finalista para un Oscar, se hicieron adaptaciones para la televisión, el teatro, la radio… Hubo mucha cosa que ayudó, lo que de todos modos es un misterio para mí, porque tampoco creo que sea mi mejor novela. Para mí La borra del café es mucho mejor, pero ahí entran otros factores: la gente la tomó como una novela de amor, y aunque es también una novela de amor, no es lo principal. En cuanto a Gracias por el fuego, también fue llevada al cine y fue finalista del premio Seix Barral. Pienso que eso le dio un empujoncito extra.
Sin embargo usted siempre se ha sentido más cómodo con la poesía, ¿no?
Siempre digo que soy un poeta que además escribe cuentos y novelas. También me siento cómodo con el cuento, aunque me da mucho más trabajo. Un poema lo puedo escribir en un avión, durante un fin de semana o mientras espero al destino, en cambio un cuento me puede llevar años. El volumen de Montevideanos, por ejemplo, demoré dieciocho años en terminarlo, y sin embargo es un género que me gusta mucho. El cuento no admite fallas, se construye palabra por palabra, cada una tiene que tener su rol, y los finales son muy importantes. Pero a mí las ideas y los temas ya me vienen con la etiqueta del género, aunque a veces me equivoco. Me pasó con El cumpleaños de Juan Angel: empecé a escribirlo en prosa, como todo novelista que se precie, pero a las 50 páginas no podía avanzar más, estaba estancado, cosa que generalmente no me ocurre. Hasta que me di cuenta de que el tema tenía una carga poética muy fuerte y lo retomé como una novela en verso. Ahí cambió todo y la terminé rápidamente. Algo parecido me pasó con Pedro y el Capitán: creí que era una novela y terminó como una obra de teatro que marchó muy bien, se representó en no sé cuántos países. Creo que funcionó porque tiene nada más que dos personajes; yo con tres personajes en teatro no doy.. Es un género muy difícil.