Jorge Bergoglio fue un hombre austero. Hay una anécdota de esto, cuentan que, cuando se anunció que sería creado cardenal, en 2001, no quiso comprar los atuendos de su nueva condición, sino adaptar los de su antecesor. Y que, ni bien se enteró de que algunos fieles proyectaban viajar a Roma para acompañarlo en la ceremonia en la que Juan Pablo II le entregaría los atributos de purpurado, los exhortó a que no lo hicieran y a que donaran el dinero del viaje a los pobres. Dicen también que en una de sus frecuentes visitas a las villas de emergencia de Buenos Aires, durante una charla con cientos de hombres de la parroquia de Nuestra Señora de Caacupé, en el asentamiento del barrio de Barracas, un albañil se levantó y le dijo conmovido: “Estoy orgulloso de usted, porque cuando venía para acá con mis compañeros en colectivo lo vi sentado en uno de los últimos asientos, como uno más; se lo dije a ellos, pero no me creyeron.” (EN LA FOTOGRAFIA, JORGE BERGOGLIO EN EL SUBTE –TREN SUBTERRANEO-)
Desde entonces, Bergoglio se ganó para siempre un lugar en el corazón de aquella gente humilde y sufrida. “Es que lo sentimos como uno de nosotros”, explicaron. Muchos recuerdan también por aquella época su gestión para detener la represión en Plaza de Mayo, durante el estallido social de diciembre de 2001.
Es fácil detectar en los pronunciamientos de Bergoglio previos al colapso de principios de siglo su preocupación por el desenlace del deterioro de la situación del país Argentina. Sus mensajes en los Tedeum del 25 de Mayo —que convirtió en una suerte de cátedra cívica de gran resonancia —fueron por demás elocuentes. Como aquél de 2000, cuando Fernando De la Rúa llevaba poco más de cinco meses como presidente, ocasión en la que dijo: “A veces me pregunto si no marchamos, en ciertas circunstancias de la vida de nuestra sociedad, como un triste cortejo, y si no insistimos en ponerle una lápida a nuestra búsqueda como si camináramos a un destino inexorable, enhebrado de imposibles, y nos conformamos con pequeñas ilusiones desprovistas de esperanza. Debemos reconocer, con humildad, que el sistema ha caído en un amplio cono de sombra: la sombra de la desconfianza, y que algunas promesas y enunciados suenan a cortejo fúnebre: todos consuelan a los deudos, pero nadie levanta al muerto.”
Pasado lo peor de la crisis, en el oficio patrio de 2003, delante de Néstor Kirchner, que horas antes había asumido la presidencia, llamó a todos a “ponerse la patria al hombro” para hacer grande al país. Sin embargo, su homilía del Tedeum del año siguiente fue la que terminaría teniendo mayores consecuencias políticas. Entre otros muchos conceptos, Bergoglio destacó que los argentinos “somos prontos para la intolerancia”, criticó a “los que se sienten tan incluidos que excluyen a los demás, tan clarividentes que se han vuelto ciegos” y advirtió que “copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor forma de ser su heredero”.
Al día siguiente, su entonces vocero, el presbítero Guillermo Marcó, aclaró que las palabras del arzobispo estaban dirigidas a toda la sociedad, incluido el Gobierno y la propia Iglesia y que, en todo caso, “al que le quepa el sayo, que se lo ponga”. Pero Kirchner se mostró muy molesto y decidió no asistir más a un Tedeum oficiado por Bergoglio. Y en un hecho sin precedentes en 200 años de historia argentina, trasladó el oficio patrio a capitales de provincia. Salvo un encuentro circunstancial —un homenaje a los religiosos palotinos masacrados durante la última dictadura— nunca más Kirchner y Bergoglio se vieron cara a cara.
A su vez, el cardenal fue el blanco —sobre todo en torno al cónclave que lo tenía como uno de los grandes papables—de una persistente denuncia periodística que lo acusaba de haber virtualmente “entregado” a dos sacerdotes de su orden que trabajaban en una villa de emergencia a un comando de la Marina durante la última dictadura militar, cuando era el provincial de los jesuitas en la Argentina. Para el autor de la denuncia, Bergoglio —mientras ocupó ese cargo— buscó también desplazar a todos los miembros progresistas de la Compañía de Jesús. En cambio, otros observadores consideran todo lo contrario: que con su actuación logró salvar la vida a los dos sacerdotes y sortear, además, una crisis extrema en su comunidad religiosa, producto de la fuerte ideologización de la época. “Fue un momento muy difícil de la Compañía de Jesús, pero si no hubiera estado él al frente, las dificultades hubieran sido mayores”, acotó una vez el reputado Ángel Centeno, dos veces secretario de Culto.
Pero ¿quién es, realmente, este descendiente de italianos, nacido en Buenos Aires en 1936, que egresó de la secundaria como técnico químico y a los 21 años decidió abrazar su vocación religiosa? ¿Quién es este jesuita que se ordenó a los 33 años, es profesor de literatura y psicología, licenciado en teología y filosofía y dominador de varios idiomas? ¿Quién es este religioso que fue profesor del colegio de la Inmaculada Concepción, de Santa Fe (1964-1965); provincial, entre sus jóvenes 36 y 43 años, de la Compañía de Jesús en el país (1973-1979) y rector del colegio Máximo, de San Miguel (1980-1986)? ¿Quién es este sacerdote que fue confesor de la comunidad en el colegio Del Salvador, de Buenos Aires (1986-1990), con un interregno el primer año de seis meses en Alemania, donde completó su tesis sobre el eminente teólogo y filósofo católico Romano Guardini, un fogonero de la renovación eclesial que se plasmaría en el Concilio Vaticano II? ¿Quién es este docente que llevaba a sus clases a Jorge Luis Borges y le hacía leer los cuentos de sus alumnos? ¿Quién es este pastor convencido de que debe pasarse de una Iglesia “reguladora de la fe” a una Iglesia “transmisora y facilitadora de la fe”? ¿Quién es este ministro religioso que, desde un modesto lugar en una residencia jesuita de Córdoba, pasó a convertirse en pocos años en arzobispo de Buenos Aires, cardenal primado de la Argentina y presidente del Episcopado?
El actual Papa Francisco I, es un ser sensible y a la vez firme y muy agudo, que pasó a ser un referente clave de la Iglesia en el mundo. Sus respuestas refieren a un país en recurrentes crisis, a una Iglesia llena de desafíos y a una sociedad que busca, muchas veces inconscientemente, saciar su sed de trascendencia. A hombres y mujeres que quieren encontrar sentido a sus vidas, amar y ser amados y alcanzar la felicidad. Son, en síntesis, una invitacióna pensar con la mirada puesta en lo más alto.