Al cazador le costaba un triunfo caminar entre los árboles porque el bosque estaba lleno de ramas por todos lados. El cazador y su ayudante tenían que abrirse paso como podían. Es que los árboles en primavera no dejan que la gente pase así no más y ahora era primavera.
De pronto, el Cazador se agachó y se puso a examinar el piso como si buscara algo. El ayudante lo miraba raro pero no decía ni pío para no enojarlo.
Al rato, el Cazador se levantó con cara de preocupado.
-Es una huella -dijo-. Me parece que vamos a tener que ir al Pueblo a avisarle a la gente.
-¿Usted cree que…? -empezó a preguntar el ayudante.
-Sí- lo interrumpió el cazador-. Ahora ya no tengo dudas.
Y después de un prolongado silencio, agregó:
-Volvió.
***
Era una hermosa mañana de primavera y Caperucita Roja saltaba de un lado a otro por el jardín de su casa. La capa roja, que no se sacaba ni para dormir le daba bastante calor pero poco a poco se había ido acostumbrando. Gracias a ella ahora era famosa y no era cuestión de andar por allí, dejándola en cualquier rincón olvidado del mundo.
Su nombre era repetido en todos los países del planeta con admiración y respeto. No había reunión en la que no se hablara de su gesta. En esos días hablar de Caperucita Roja era hablar de heroísmo, de valentía, de coraje.
Así que Caperucita estaba de lo más contenta cuando llegó el cartero.
-¡Carta certificada, urgente y archirrápida para la señorita Roja, Caperucita!
Caperucita dejó de saltar y salió corriendo a buscar la carta. Era de la abuelita, que seguía viviendo del otro lado del Bosque. Rompió el sobre de un manotón y se puso a leer. Eran pocas palabras y decían:
Querida niña:
Otra vez estoy enferma. El médico me dijo que es lo mismo que tuve hace dos años y de nuevo me prohibió levantarme a cocinar. Me gustaría que le pidieras a tu mamá que me prepare algo de comer así me lo traés. Por favor, cuando vengas, andá por el camino largo, que es más seguro. Te espero. La abuelita
Caperucita fue corriendo a contarle a su mamá, que estaba haciendo unos buñuelos de acelga.
-¡Mami, mami! – gritó la nena-. La abuela manda una carta diciendo que está enferma y pidiendo comida. ¡Tenemos que prepararle la canastita!
-¡Ah, no! – dijo la mamá-. Otra vez no. Bastantes disgustos tuvimos ya la vez pasado con eso de las orejas grandes, los dientes afilados y toda la historia. No, de ninguna manera. No vas.
-Pero ma – cuando Caperucita hablaba con su madre siempre estaba supertranquila-. Es tu mamá, mi abuelita. No podemos dejarla sin comida. Además, de ese asunto ya nadie se acuerda.
-Pero nunca se sabe.
-Sí que se sabe.
-No se sabe.
-Bueno, ma. No quiero discutir más este tema. Preparáme la canastita mientras yo me voy a cambiar.
La Madre quedó quejándose y, mientras suspiraba, agregaba aceite para freír más buñuelos. Preparó la canastita y, cuando su hija estuvo lista, le dijo:
-Por lo menos prometeme que esta vez vas a ir por el camino largo.
-Sí, má, no te preocupes. Ah, y si no llego a la noche no te hagas mala sangre. Es que me quedé a dormir en casa de Abue.
Y se fue, segura de una sola cosa. No habría nada en el mundo, pero nada, que la obligara a ir por el camino largo, más aburrido que la sopa. El Bosque que la esperaba. Y hacia allí se dirigió.
Pero cuando Caperucita se metía entre los primeros árboles llegó a su casa un telegrama. La mamá lo leyó y se desmayó toda por un buen rato.
Decía:
Lobo vuelto Stop Vive Bosque Stop Salir no Stop Abuelita menos Stop.
Cazador
***
Caperucita caminaba con mucho esfuerzo. El Bosque había crecido en los últimos dos años y el sendero que llevaba a casa de su Abuela ya no era tan claro como antes. Estaba tratando de romper una rama cuando oyó que alguien lloraba.
Caperucita podía ser todo lo famosa que quieran pero nunca había podido tolerar el llanto de nadie, así que apenas sintió los lamentos quiso saber de dónde venían. Paró la oreja. Venían de allá. No, a ver. Venían de aquel lado. No, tampoco, de aquel otro. Es que a veces el llanto no se sabe de dónde sale. Aparece en el medio de un bosque oscuro y es difícil encontrarlo. Pero Caperucita no se dio por vencida. Después de mucho buscar descubrió el origen del gemido. En aquella cueva, a la derecha, casi tapada por un tronco, alguien estaba triste y no se molestaba en ocultarlo.
La nena ya había tenido un buen susto dos años antes y no quería volver a pasar algunas horas de su vida en la panza de nadie.
«Allí siempre está oscuro y además hace mucho calor», pensó.
Así que se acercó muy pero muy despacio, tratando de que sus pies estuvieran más cerca del aire que del pasto. Finalmente, después de pegarse a la tierra los últimos metros, logró alcanzar la entrada de la cueva. Empezó a arrastrarse por el piso de la caverna lentamente. La tierra se le pegaba a su vestido pero no le importó.
La entrada daba a un pasillo.
El pasillo tenía una pendiente.
La pendiente terminaba en una pared. La pared formaba un pliegue que servía de asiento. Y en el asiento estaba sentado un lobo.
«…y en el asiento está sentado un lobo», pensó Caperucita.
«¡Un lobo!», volvió a pensar, pero esta vez a los gritos.
El lobo estaba demasiado ocupado llorando, así que no escuchó el pensamiento de Caperucita. La nena tuvo unas enormes ganas de salir corriendo pero ya quedó aclarado que no podía tolerar que nadie llorara. Además estaba intrigada. ¿Era ese un lobo cualquiera, así, con minúscula o se trataba nada más y nada menos que del Lobo, ya casi tan famoso como ella?
Lo miro bien. Tenía dudas. Había pasado mucho tiempo. Lo volvió a mirar. No estaba decidida. La poca luz de la caverna tampoco ayudaba. En fin. ¿Era, no era? Pero por otra parte ¿qué diferencia había? Era un lobo. Y estaba llorando. A la vez, era el lobo que en algún momento se la había comido. Cierto que de aquel tarascón desafortunado nació toda la fama de la que gozaba ahora. Estaba dividida. Una parte suya quería salir corriendo y la otra quería seguir el asunto hasta el final. Caperucita nunca había sido tímida. Si quería averiguar algo lo averiguaba y listo. Así que se enderezó, se acomodó lo mejor que pudo la capa, se comió un buñuelo y se metió en la cueva. El lobo la vio llegar pero pareció no sorprenderse. Se paró en dos patas en el medio de la caverna y la espero de pié. Allí descubrió Caperucita que no era un lobo cualquiera sino el Lobo, su Lobo. Casi se alegró.
-Te estaba esperando- dijo la bestia.
-¿Cómo?- Caperucita no entendía nada. El miedo que había sentido unos segundos antes volvió en oleadas para advertirle que se había equivocado, que lo mejor hubiera sido escapar. Pero el animal seguía hablando.
-Sí. Sabía que ibas a venir.
Tu abuela no tiene nada. La carta la mandé yo para obligarte a ir a su casa. Estaba seguro de que no ibas a aguantar la tentación de usar el camino del Bosque. Y también se que no soportás que nadie llore. Armé todo esto para volver a verte.
La nena se lo quedó mirando fijo un rato largo.
-¿Y ahora qué? -preguntó-. ¿Me vas a comer de nuevo, te vas a quedar dormido para hacer la digestión, van a venir los cazadores y vamos a empezar otra vez con todo el lío?
-No -respondió el Lobo-.
Con una vez de comer piedras tengo suficiente. Me caen pesadas. Por otra parte han pasado dos años y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
«En el fondo es un poeta», pensó ella.
-¿Y entonces para qué querías volver a verme?-volvió a preguntar.
-Para reparar una injusticia.
-No te entiendo.
-Sí que me entendés -continuó el Lobo-. Hace dos años vos no eras nadie. La gente no te conocía y lo más importante que hacías era llevarle buñuelos a tu abuela. Por cierto, ¿trajiste alguno?
-Sí. Aquí hay varios. Tomá.
-Gracias. Hmmmmm. Deliciosos. Bueno. Como te iba diciendo. Con esa cosa de los dientes afilados, las orejas enormes y los ojos saltones te hiciste famosa de la noche a la mañana.
-Pero el que me comiste fuiste vos.
-Mirá Cape. Vos podrás hacerle ese cuento a todo el mundo pero ya no más a mí. Me engañaste una vez y con eso…tengo bastante. ¿O me vas a decir que yo, con camisa y gorro de dormir, me parezco en algo a tu abuela? Vamos. Vos sabías que te iba a tragar de un saque y querías que pasara lo que pasó para conseguir la gloria que tenés ahora. Eso no me parece mal, te aclaro. Pero no es justo que la consiguieras a costo de mi desprestigio. Desde ese día, cualquiera que dice mi nombre tiembla de miedo.
Caperucita volvió a mirar al animal, se acordó de lo que había ocurrido dos años antes y sonrió.
-¿Y qué idea tenés en mente?
-Desaparecer. Pero con una historia que hable bien de mí y que limpie mi nombre. Ya tengo todo planeado. Me voy a alejar para siempre de este lugar pero vos vas a contar en el Pueblo que estuviste a punto de caer al barranco del río, que yo te salvé y que caí en la corriente después de salvarte. El resto lo va a hacer la gente. Les viene bien un héroe de vez en cuando.
-No sé. Me parece que me pedís demasiado. Primero me comés y después venís a pedirme que te ayude a limpiar tu fama.
-¿Empezamos de nuevo? Vos sabés perfectamente que si te devoré aquella tarde fue porque vos quisiste. Y bastante caro lo pagué. Parte de tu futuro se construyó gracias a las piedras de mi estómago. Bueno, lo único que quiero es que vos ahora me ayudes un poco a edificar el mío. No creo que sea un acuerdo muy terrible.
-Está bien -respondió Caperucita-. No me parece mala idea. A fin de cuentas nunca me caíste del todo pesado. Hagamos eso que decís.
Caminaron juntos un trecho hasta que llegaron a un claro del Bosque. Allí nacía el camino que iba a tomar el Lobo.
-Aquí tenemos que separarnos, Caperucita. Creo que es la última vez que nos vemos.
-No sé, Lobo- dijo la nena-.
Hace dos años pensé lo mismo y mirá lo que pasó. Ahora andá que la gente del Pueblo no debe tardar en venir a buscarme.
El Lobo no supo qué decir. Por un momento sintió que había hecho el largo y peligroso camino de regreso sólido para tener esa charla y se sintió un tonto. Le dio la espalda y empezó a alejarse.
– ¡Eh, Lobo! -gritó Caperucita.
-¿Qué pasa? -preguntó él dándose vuelta pero sin dejar de caminar.
-¿Sabes una cosa?
-No, ¿qué?
-Que no tenés los dientes tan afilados. Ni las orejas tan enormes.
El Lobo sonrió. La miró una vez más y se perdió en las sombras de un Bosque que, ahora se daba cuenta, también a él le había servido.
«Bien», pensó Caperucita. «A hacer otro show».
Se rompió la ropa, destrozó la canastita y hasta rasgó la capa roja. Justo a tiempo. Por el camino del Pueblo llegaban los cazadores, la Madre, la Abuelita y otros voluntarios.
Cuando la vieron tirada en el suelo, con la ropa destruida, corrieron, pensando lo peor. Pero ella los tranquilizó.
-No se preocupen. Estoy bien. Ustedes no saben lo que me pasó -dijo con un hilo de voz-. Estuve a punto de caer al barranco pero el Lobo me salvó la vida.
-¿¡Cómo!? -preguntaron casi a coro.
-Sí, como lo oyen. Ahora estoy agotada. Por favor llévenme a casa de mi Abuelita. Allá les voy a contar todo.
La subieron en una camilla y se pusieron en marcha hacia el Pueblo. Antes de abandonar el claro buscó con los ojos el camino que había tomado el Lobo.
«Estamos a mano», pensó mientras la cara se le llenaba de un agua rara. Miró para arriba. Pero no.
No llovía.
(«Caperucita Roja II, el regreso», Cuento de Esteban Valentino)