Todo lo que Johan Cruyff tocó se convirtió en oro. Desde ese Ajax del “Fútbol Total”, al Holanda de la recordada “Naranja Mecánica” y al Barcelona del “Dream Team”. Un legado que durará por siempre. Los más viejos nos duele recordarlo. Ya pasaron más de 40 años; sigue siendo una afrenta. En esos días, la Argentina vivía la agonía del General Cuantovalés y nos cayó ese pelotazo: Perón se iba muriendo con muy pocas ganas y, en la segunda ronda del Mundial de Alemania, un equipo de rubios melenudos nos metió cuatro sin piedad. Fue, después de Suecia, el peor baile de una selección argenta; nadie lo sufrió tanto como su capitán, un mariscal que se murió hace pocos días, y que, aquella noche, soñó con un muchacho al que habría tenido que marcar y que no vio ni dibujado. Johan Cruyff, aquella tarde, nos metió el primer gol a los 10’ del PT, el último a los 45’ del segundo, y le pintó la cara al gran Perfumo -y anteayer se murió también, como si sus destinos no hubieran sabido separarse.
Hendrik Johannes Cruijff había nacido el 25 de abril de 1947 en un barrio obrero de Amsterdam, hijo de un verdulero que la palmó muy pronto. Su carrera fue célebre y ahora es celebrada: en un mundo tan conservador como es el fútbol, Cruyff fue el líder de dos revoluciones. La primera, a fines de los sesentas, fue aquel equipo dirigido por Rinus Michels en el Ajax que puso a Holanda en el mapa futbolero: practicaban ese “Fútbol Total” donde la movilidad acababa con las posiciones fijas y cada jugador podía aparecer en cualquier puesto, sabiendo que otro lo cubriría en el suyo. Con él, Ajax ganó todo –y además de todo tres Copas de Europa–; con él, Holanda se convirtió en la Naranja Mecánica y nos metió aquellos cuatro. Después perdió la final del ’74 porque –se sabe– el fútbol es un deporte donde juegan 11 contra 11 y Alemania gana.
Cruyff no era un malabarista, un Neymar en bicicleta; ganaba por su movilidad, su visión, su decisión, sus pases largos y una gambeta más larga todavía. En 1973 el Real Madrid quiso comprarlo y él no quiso; fue, en cambio, al Barcelona por la mayor suma pagada hasta entonces por un futbolista: casi un millón de dólares –y un sueldo tremebundo de 12.000 al mes. Allí ganó un par de campeonatos, fumó en los entretiempos, se volvió catalán, se peleó con el presi, se escapó. Pero volvió como técnico en 1988, tras unos años entrenando a su Ajax, y le armó el estilo de juego que todavía lo define.
Fueron los días de su segunda revolución: sacrificó un defensor para poblar el mediocampo. Su Barcelona jugaba 3-4-3, con delanteros que abrían la cancha para que subieran los volantes, tipos habilidosos como Guardiola o Laudrup que, además, le aseguraban el control de la pelota, la superioridad en el centro, el dos-uno constante. Al principio no funcionaba; se la bancó. Cuando le reprochaban los riesgos en defensa; él insistía en que no tomaba tantos: “Si tú tienes el balón, el rival no lo tiene”, solía decir -y después se ha repetido tanto. Porque Cruyff también fue famoso por sus frases, algunas disparatadas, muchas cargadas de esa noción de que el saber está en lo simple. Él, que decía que “jugar al fútbol es muy simple, pero jugar un fútbol simple es la cosa más difícil que existe”. Y, para que se entendiera, lo explicaba: “El fútbol consiste básicamente en dos cosas. Primero: cuando tienes la pelota, debes ser capaz de pasarla correctamente. Segundo: cuando te pasan la pelota, debes ser capaz de controlarla”. Para eso impuso en la escuela Barsa la obligación de eso que llaman el rondó -y nosotros el loco-: la base del estilo que los llevó a convertirse en el mejor equipo del mundo. La obra de un futbolista se acaba cuando se retira; la de Cruyff dura todavía. Todos los conductores barcelonos -Pep, Tito, Luis Enrique- siempre dijeron que descienden de aquel “Dream Team” de Cruyff que ganó cuatro Ligas seguidas entre el 90 y el 95. Fueron años de gloria; después el holandés errante se peleó, se fue, siguió siendo catalán, hablaba tanto. Hace seis meses anunció que jugaba contra un cáncer de pulmón; hace seis semanas, que le estaba ganando 2 a 0. Fue el día del penal de Messi; Cruyff lo había hecho por primera vez 30 años antes, y muchos lo tomaron como un homenaje o un responso. Anteayer se murió; fue el único europeo al que invitaron a la mesa de los cuatro grandes sudacas, los titanes del fútbol. Hasta ahora disputaba cabeza a cabeza con Di Stéfano el título de mejor jugador que nunca ganó un Mundial; quizá su gran discípulo, su sucesor en el club de sus amores, un día lo supere. No podrá superar sus razones. Si Cruyff no vino a terminar en el Mundial ’78 lo que había empezado cuatro años antes fue porque, siendo un gran jugador, era mejor persona: a diferencia de tantos bocazas, creyó que un hombre de verdad no debía jugar para unos militares asesinos y se quedó en su casa. Sabía que el fútbol, al fin y al cabo, no era lo importante.
(VIDEO. La leyenda holandesa)
(Por: Martin Caparros/ olé)